sábado, 2 de febrero de 2019

Jugar frente a un espejo

El juego que me propongo es simple. Imagino que estoy caminando por algún lugar de Bucaramanga, en este caso que sea Cabecera. En una mochila llevo algunas partituras, dos o  tres de los métodos de banjo que me acompañan desde hace ocho años (¿Morley, Bradbury, Agnew?, quien sabe, mi imaginación es caprichosa). Detrás mío, como si estuviera cosido a mi espalda, se encuentra el estuche negro que me regalaron en el 2014, antes de los primeros viajes por fuera, y dentro del estuche, un banjo que no canso de repetir que es centenario, un banjo que compré y toqué por primera vez en mayo de 2013. Y en ese juego estoy enamorado de mi banjo; un amor de locos, que ha calado de una forma tan absurda que olvidé que de niño me gustaban los dinosaurios y que veía documentales sobre paleontólogos. Olvidé que inventaba juegos en soledad, basados en datos de almanaques mundiales y enciclopedias. Olvidé que empecé a leer por obligación, que odié Juan Salvador Gaviota y Viaje al Centro de la Tierra, pero que poco tiempo después me obsesioné con otras historias de Verne, con los cachiporros descritos en Siervo sin Tierra, y que me impactó la imagen de Raskolnikov y su hacha ensangrentada. Olvidé que después de leer, escribía algunas cosas, para después perder los cuadernos en mudanzas. Olvidé que no había crecido con instrumentos en mi casa, que no me interesaban, solo el fútbol, y que tras un festival de bandas en Piedecuesta, en segundo o tercero primaria, odié lo que para mí implicaba ser músico: dolor en los dedos e insoladas en parques. 

De modo que dentro de tantos olvidos, también se perdió el recuerdo donde crecí, y el modo que descarté guitarras, pianos, trompetas, cajas de percusión, todo lo que representara esa infancia lejana. Se perdieron los recuerdos del Salesiano, y del camino profesional que con dinosaurios se perfilaba. Olvidé incluso lo que era más cercano a ese momento en Cabecera y el banjo detrás mío. Olvidé la noche que me despedí de mis papás en el terminal de buses y la vida (la no-vida, porque allí moría una época bella) que se quedaba en Bucaramanga. Olvidé las mañanas en la Nacional, los salones de ese extraño edificio que es el Manuel Ancízar, las salidas de campo, los aguaceros, el robo furtivo en un portal de Transmilenio, los atardeceres de San Andrés durante una pasantía inolvidable, mi regreso y mi nueva salida de Bucaramanga, los viajes, las frustraciones, los nuevos proyectos, el almuerzo de minutos antes en la casa...Y en ese instante del juego, suele ser así, veo mi rostro reflejado en los vidrios de algún almacén de zapatos, y el ruido del tráfico a esa hora pierde significado, la gente que transita alrededor mío, también. Ahí se acaba el juego, las cuerdas que me sostienen se rompen de una buena vez, porque si bien yo sé que las facciones, la medio sonrisa, los ojos apagados, son los míos, algo no está bien.



Ese no soy yo. 

El juego ha terminado. Soy una mitad de lo que olvido hipotéticamente en Cabecera. La otra mitad, la que juega a ser banjista, a escritor, a ser alguien, siempre está por hacerse...Le digo lo que los años y la rutina me han indicado que es lo más prudente: nos vemos pronto...